La arquitectura de la revolución peronista en la obra de Daniel Santoro
Daniel Santoro es una rara avis dentro del panorama del arte argentino contemporáneo. En primer término, porque se sitúa en el poco frecuentado campo de quienes insisten en inscribir su obra dentro de las concretas y tangibles fronteras de nuestra realidad; en segundo lugar, porque ha elegido hacerlo a través de un lenguaje propio y apropiado; esto es, profundamente original y funcional a sus fines. Su materia prima está absolutamente a mano de quien quiera tomarla, ya que se la provee el imaginario colectivo del país y pertenece a un pasado tan reciente que todavía pesa sobre las almas y los cuerpos de sus hijos. Los nombres que exorciza son mencionados con frecuencia por los lenguaraces de las radios y de los noticieros de TV, aparecen en las columnas de la prensa y en los graffiti de los muros de nuestras ciudades.
Cronista de una historia que persiste en rodearnos, Santoro es, a la vez, transmisor del pasado, testigo del presente y oráculo del futuro. En su múltiple calidad de dibujante, pintor, maquetista, ilustrador, sinólogo, escenógrafo, editor, se lanza a la colosal tarea de descubrir y explorar el fascinante territorio de esa obsesión nacional que fuera -y es- el movimiento peronista. Exhaustivamente analizada desde la perspectiva de la política, la economía, la sociología, la antropología, la literatura o la cinematografía, la era del peronismo adolecía de una cartografía visual actualizada: ésta que al fin comienza a materializarse aquí. Con la memoria anclada en los triunfantes textos escolares del período de auge, pero también con la inequívoca percepción de los oscuros años de proscripción y resistencia, el artista reedifica una nueva escena en la que no hay espacio alguno para percibir la distancia entre mito y registro histórico.
Pero el mérito mayor de su propuesta es, sin duda, su alto grado de mestizaje, de eclecticismo, de heterogeneidad, aunque esta explícita vocación de sincretismo llegue a alcanzar niveles intolerables de infección para los siempre delicados estómagos de la intelligentsia argentina. Desde la misma elección de una temática maldita hasta el revulsivo vocabulario de que se sirve para expresarla, todo en su obra concurre a causar nostalgia, desasosiego, rabia, seducción y éxtasis, sentimientos que varían porcentualmente según la postura ideológica del observador (cuando no coexisten tumultuosamente en el mismo sujeto). Los cimientos del orden clásico han sido aquí

prolijamente minados: la idealidad cede su espacio a la realidad; la pureza, a la contaminación; la síntesis, a la exuberancia, y la atmósfera barroca resultante no refiere a su contenida manera europea, sino a su desaforada versión iberoamericana.
Esta circunstancia ha sido percibida claramente por Julian Kreimer, quien en su artículo de "Modern Painters" apunta: suena extraño que en los últimos años la mayoría de los artistas en Argentina se muestren preocupados por limpiar sus manos de cualquier suciedad que pudiese marcar sus obras como latinoamericanas, y mucho menos como argentinas, señalando a Santoro como un curioso ejemplar que no teme asumir "esta clase de impureza o desorden"1. Quizá nadie le haya explicado a Kreimer que ésa es, precisamente, la condición primera y necesaria para poder ser incluido en las selecciones de ciertos premios y muestras, así como en los envíos locales que los principales curadores suelen remitir a San Pablo o Venecia, que los eunucos amaestrados en tales prácticas -ya se trate de creadores o de críticos- no están demasiado dispuestos a correr el riesgo de intentar o respaldar búsquedas independientes y que, como consecuencia, el país ha terminado por edificar una sólida tradición de cipayismo cultural que, mediante una intrincada red de complicidades, desalienta de antemano toda propuesta alternativa a la de los centros emisores internacionales.
En tal sentido -y con la libertad y todos los distingos del caso-, podría decirse que Daniel Santoro alinea su obra en la proximidad de un hilo conductor que une las experiencias de los ex votos populares con la preocupación social de los muralistas mexicanos y del gran Antonio Berni. El discurso que alimenta su labor es siempre el de un hombre consciente de su circunstancia nacional y americana. Texto y contexto constituyen para él un universo regido por leyes comunes, y es dentro de este horizonte conceptual que se estructuran sus contenidos y se organiza su caos.
Así, el soporte ideológico desplegado por el peronismo de los años '40 y '50, a través de sus publicaciones monográficas, sus libros y manuales escolares y sus afiches de propaganda, es recreado por la mirada de nuestro artista con valores agregados respecto de su lejano modelo. El recuerdo intencionadamente edulcorado de una Argentina ubérrima, el enfático culto a la personalidad centrado en la pareja gobernante y el dolor irreparable que genera todo paraíso perdido -tópicos que Santoro asume con convicción de militante-, se ven mediatizados y neutralizados a través de un cristal irónico que muchas veces debe rozar, para los acólitos ortodoxos, con la herejía. Sólo quien está muy seguro de su pensamiento puede permitirse el lujo de exponerlo a la autocrítica feroz y a la tensión extrema del sarcasmo a que lo somete Santoro, a la par que no oculta la ternura infinita que le producen esos mismos fantasmas que convoca.
Ahora bien, exceptuando la omnipresencia de las figuras centrales de su saga -Juan y Eva Perón-, es la arquitectura la que adquiere un interés preponderante dentro de la temática de Santoro, ya sea como asunto principal o como telón de fondo de sus personajes. Lo que no es de extrañar, dada la gigantesca acción de obras públicas emprendida durante la primera y la segunda presidencia del general Perón (1946-1952 y 1952-1955), sólo comparable con la desarrollada anteriormente por los gobiernos liberales de la Generación del 80 y por la administración conservadora del Presidente Agustín P. Justo (1932-1938).
De nuestras investigaciones realizadas hace más de dos décadas, surgen algunas cifras que permiten formarse una idea acerca del tema. Se construyeron 500.000 unidades de vivienda de interés social, entre unifamiliares y colectivas, que significaron un tercio del parque habitacional entonces existente. A esto deben sumarse las operaciones en materia de arquitectura hospitalaria y educacional. Bajo la brillante gestión del ministro de Salud, Ramón Carrillo, el país entero se cubrió de unidades sanitarias y policlínicos, planificándose inclusive ciudades-hospital como la de Horco Molle, en Tucumán; como resultado, entre 1946 y 1951, se agregaron al sistema sanitario -que para la primera de las fechas contaba apenas con 2.507 plazas disponibles- un total de 109.200 nuevas camas. De igual modo, entre 1946 y 1952 el Estado construiría 4.000 nuevas escuelas, multiplicando aceleradamente las escasas 1.636 que estaban a su cargo hasta aquel momento2.
Los dos planes quinquenales desarrollados por el gobierno peronista situaban bajo control estatal directo casi la totalidad de los programas de vivienda y buena parte de los de salud y educación. En cambio, prácticamente todas las acciones ligadas a la asistencia social serían responsabilidad de la Fundación Eva Perón, personal y obsesivamente supervisada por Evita hasta su muerte, en 1952. Además de escuelas y hospitales, la Fundación generaría nuevas temáticas arquitectónicas, aptas para dar respuesta a necesidades igualmente inéditas: colonias de vacaciones, hogares-escuela, hogares de ancianos y hogares de tránsito. El estilo excluyente para estos emprendimientos era un Pintoresquismo de referencia californiana, en el que los techos de tejas a la española, las paredes blancas y las aberturas y celosías de madera pintada proveían una atmósfera acogedora y una estética reconocible para sus beneficiarios, en su mayoría migrantes internos provenientes de las provincias del Noroeste y el Nordeste.
Por lo demás, también debe aclararse aquí un persistente malentendido acerca del vocabulario estilístico adoptado por el peronismo para la arquitectura oficial. Siempre se sostuvo que éste coincidía con el Neoclasicismo monumental mixturado con Art Déco que fuera entronizado por el nazismo y el fascismo. Nada más falso. Los estilos predominantes de la década peronista fueron, sustancialmente, el ya mencionado Pintoresquismo y el Racionalismo de cuño corbusierano. Apenas un puñado de obras entre millares podrían ser asimiladas al Monumentalismo, y aun éstas no hacían más que imitar ejemplos sembrados durante los anteriores gobiernos conservadores (tal el caso del edificio destinado a la Fundación Eva Perón -hoy Facultad de Ingeniería-, que repetía el modelo propuesto en 1938 por la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales).
Es por ello que, bien pensado, no cabe siquiera hablar de malentendidos, sino de mala fe o de pura y simple ignorancia. Tan desesperado era el deseo de comparar a Perón con los dictadores europeos, que para lograrlo se pretendía tergiversar groseramente lo que estaba a la vista de todos. Pero a diferencia de la confrontación ideológica, siempre manipulable dialécticamente, la arquitectura posee una entidad física que impide mantener por demasiado tiempo este tipo de imposturas, que más temprano que tarde suelen volverse contra sus impulsores. Intentando demostrar lo imposible, la derecha conservadora argentina escamoteaba el hecho de ser la iniciadora del modelo arquitectónico que atribuía al justicialismo, mientras nuestra patética izquierda caía en disimulos esquizofrénicos para ocultar que las moles efectivamente edificadas por el camarada Stalin se asemejaban como calcos a las levantadas por Hitler y Mussolini3.
No obstante lo dicho, una porción de estas inexactitudes quedará fijada en el inconsciente colectivo, y aun un conocedor profundo de la acción gubernativa del peronismo como Daniel Santoro, a la hora de representar la arquitectura de la época, cederá a la tentación de referir casi exclusivamente las realizaciones del Estado a este Monumentalismo de raigambre autoritaria. Como por su notoria versación en el tema resulta prácticamente imposible que el autor desconociese la esencia de la información antecitada, sólo resta suponer que ha asumido como parte de su discurso las críticas malintencionadas de la oposición antiperonista -lo que contribuye a reflejar eficazmente el clima de cerril antagonismo político de la época-, o que su forma de transmitir la importancia de la obra estatal se ha inclinado por imágenes ya universalmente internalizadas, aun cuando éstas no se ajusten a la estricta realidad. Su actitud, que sería cuestionable en un historiador, es sin duda un indiscutible privilegio del artista.
Tal elección se hace evidente tanto en Nocturno peronista (p.101) -donde el ominoso recuerdo de la hora de la muerte de Evita se ve acentuado por la pesada columnata y la estatuaria gigante-, cuanto en el interior marmóreo imaginado para Eva Perón concibe la República de los Niños (p.155), que la muestra en la situación surreal de soñar uno de sus proyectos más queridos desde la rigidez helada de la muerte. En Evita castiga al niño gorila (p.129), la escena está planteada dentro de un templete con columnas de orden jónico a través de las cuales puede entreverse un verdadero festival de pórticos y peristilos neoclásicos, mientras que La Tercera Posición (p.38) y Monumento al Descamisado (p.102), exaltan una espacialidad de inequívocas reminiscencias clásicas. De igual modo, en El nacimiento político de Eva Perón (p.146), su cuerpo yacente es sostenido por dos enfermeras de la Fundación contra un fondo de escalinatas y columnas estriadas, que también conforman la escenografía de Eva Perón decapita al Embajador S.B. (p.126).
La proscripción y la persecución sufridas por el peronismo son asimismo recordadas echando mano a los mayestáticos ropajes del Neoclasicismo, como puede observarse en La noche peronista (p.127), que representa a Eva Perón tendiendo un manto constelado de estrellas sobre una extensa arquitectura templaria; en 1955 (p.158), donde el edificio inconcluso de la Fundación, aún coronado por las estatuas luego derribadas, se mantiene erecto en medio de la desgracia que arrasa a los demás símbolos y monumentos del gobierno derrocado, así como en el lúgubre escenario de Saqueo de la Ciudad Justicialista (p.158), en que un féretro vacío, abandonado en las escalinatas de un templo, alude a la profanación y robo del cadáver de Evita.

Aunque en menor medida, el Pintoresquismo asoma a su vez en otras obras de Santoro. La casita peronista (p.95), por ejemplo, representa uno de los íconos arquitectónicos de la época -el chalet 'californiano' antes descripto-, como el modelo de vida confortable puesto al alcance de la familias de obreros y empleados por los planes de vivienda social del Estado; en este caso, además, Santoro reinterpreta aquellas casitas del tiempo en que dos figuras se asomaban por sendas aberturas según se presentase el clima. La mujer que señala días soleados y el hombre que anuncia las tormentas están aquí representados bajo los rasgos de Eva y Juan Perón. En Agua y Energía (p.97) se acude también al mismo modelo, típico de los barrios populares de la época, al igual que en Turismo infantil: recuerdo de Chapadmalal (p.118), si bien en esta última pintura la amable imagen pintoresquista de los pabellones queda relegada a un segundo plano por la impositiva presencia de sendos propileos coronados con estatuas de la pareja presidencial.
Pero las corrientes de vanguardia, que fueran entusiastamente asumidas como un modo de exhibir la modernidad conceptual de la revolución justicialista, son apenas citadas en la obra del artista y, casi siempre, tal cita está contaminada por recurrentes referencias al neoclasicismo. En La esfinge (p.134) pueden entreverse dos imágenes racionalistas -un policlínico y el edificio de la CGT-, pero acompañadas por la sempiterna mole tardoclásica, y algo similar ocurre con La ciudad ideal (p.92), en donde edificios más o menos modernos coexisten con la columnata de la Fundación (en los dos casos, el mítico prototipo a reacción, Pulqui II, sobrevolando en forma rasante ambas escenas, contribuye a inclinar el fiel de la balanza hacia el platillo moderno). En "El mundo se convierte" (p.12) vuelve a triunfar la convivencia ecléctica de estilos, que comienza a definirse hacia la modernidad tanto en "Torre de la Argentina Potencia" (p.36) como en "La Tercera Posición" (p.103), donde una Evita alada se apoya en un podio decididamente expresionista. El Racionalismo sin aditamentos sólo se refleja en "La felicidad del pueblo" (p.140); allí puede observarse, a través de la ventana, el perfil de una flamante escuela-fábrica, cuya estética de inspiración náutica pareciera repetirse en las líneas ultramodernas del aparato de radio.

Acudamos, por fin, a una interesante reflexión de Raúl Santana que apunta indirectamente a la manifiesta hegemonía de la arquitectura en la obra de nuestro autor: "Santoro espacializa, crea lugares para cada uno de sus sueños utópicos, y estas espacializaciones llegan a constituir contundentes fragmentos de aquella multifacética vida peronista. Aquella vida que, en la imaginación de tantos hombres del pueblo, hoy aparece como un paraíso perdido"4. Lo que es muy cierto. En todo caso, su mirada es la de un arquitecto que intenta reconstruir, parte a parte, una antigua unidad hoy desaparecida. El hilo de su aguda memoria anuda, ata y retiene todos aquellos elementos que alguna vez tendieran al horizonte abierto de un proyecto nacional; los guarda y los ordena en una especie de despensa emocional en la cual va acumulando un tesoro de fuerzas y esperanza, para ser utilizado en el momento oportuno, hoy o mañana o pronto, cuando parezca necesario retomar la labor inacabada.
Y volviendo al principio, sólo resta agregar que, más allá de todas las interpretaciones posibles, la obra de Daniel Santoro nos sacude por su inusual autenticidad, mérito casi ausente en la adocenada, previsible y pasteurizada escena de la actual plástica nacional. Si de pintar la propia aldea se trata, Santoro ha venido cumpliendo con creces su parte del trabajo. En su visión de este pasado tan reciente -y a la vez tan lejano-, la melancolía convive siempre con la ironía, lo que implica una bocanada de aire fresco y un cambio energizante respecto de cierta tradición argentina autoindulgente y llorona. Y ese sea quizás el don más relevante de su arte: el de obligarnos a aceptar las rosas sin pretender que pierdan sus espinas, empujándonos hacia las tinieblas y la luz que, desde el espejo, nos devuelven la esquiva cifra de nuestra identidad.
Notas
1 Kreimer, Julián. "Portrait of a Country", en Modern Painters, N°1, vol. 15, Londres, 2002.
2 Para mayor información sobre la arquitectura del período, ver de Larrañaga, María Isabel y Petrina, Alberto. "Arquitectura de masas en la Argentina (1945-1955): hacia la búsqueda de una expresión propia", en Anales N° 25, Instituto de Arte Americano e Investigaciones Estéticas "Mario J. Buschiazzo", FADU-UBA, Buenos Aires, 1987, p.107 a 115 y 146 a 148.
3 Sobre el tema de los estilos arquitectónicos como reflejo de la política estatal, ver Petrina, Alberto: "La arquitectura del Estado en la Provincia de Buenos Aires (1930-1945). Apuntes para un análisis crítico y estilístico"; en Temas N° 3, Buenos Aires, Academia Nacional de Bellas Artes, 2002, p.135 a 161.
4 Santana, Raúl. "Sueño y elegía de Daniel Santoro", en Daniel Santoro. Un Mundo Peronista (catálogo de la exposición homónima), Buenos Aires, Centro Cultural Recoleta, abril 2001.
* El arquitecto Alberto Petrina es Profesor Titular de la Cátedra de Arquitectura Argentina de la FADU-UBA y miembro del Consejo Directivo de dicha casa de altos estudios. Asimismo, en 2002 fue designado Representante Especial para Asuntos Culturales Internacionales de la Cancillería Argentina. |